El atentado contra Miguel Uribe no solo dejó a un precandidato entre la vida y la muerte. También despertó los fantasmas que Colombia llevaba años intentando enterrar: la violencia política, la polarización, la fragilidad institucional. Y con ellos, la pregunta: ¿hasta qué punto ha cambiado realmente el país que buscaba reconstruir su reputación online ante el mundo?

Un sábado cualquiera, una imagen que nadie quería volver a ver
A las 4:30 de la tarde del sábado 7 de junio, Miguel Uribe Turbay hablaba frente a un grupo reducido de vecinos en un parque del barrio Modelia, en el occidente de Bogotá.
Sin gran despliegue logístico ni blindaje, con una tarima improvisada sobre cajas de cerveza y un micrófono inalámbrico, explicaba su visión para mejorar la salud mental en Colombia, uno de los temas que, según él, deberían estar en el centro de la política pública.
Minutos después, tres disparos interrumpieron su discurso. Uno de ellos impactó directamente en su cabeza. Uribe, senador del Centro Democrático y precandidato presidencial, cayó al suelo ante la mirada atónita de quienes lo rodeaban. Tiene 39 años. Hoy, lucha por su vida en cuidados intensivos en Fundación Santa Fe. Su pronóstico, según el comunicado publicado en X, sigue siendo “muy grave”.
La escena recorrió las redes sociales y los medios en cuestión de minutos. No se trataba solo de un ataque contra una persona. Lo que comenzó como un mitin barrial se convirtió en una tragedia nacional que volvió a colocar a Colombia en el foco del mundo por razones que creía haber dejado atrás.
¿Un caso aislado o un eco del pasado?
Para muchas y muchos colombianos, las imágenes del atentado resultaron demasiado familiares.
Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo, Carlos Pizarro. Todos candidatos presidenciales. Todos asesinados en campaña. Todos símbolos de un país donde las ideas, durante años, se debatieron a bala. Durante los años noventa, la violencia política no era la excepción. Era la norma.
Colombia ha dedicado décadas a alejarse de esa imagen. El proceso de paz con las FARC, la disminución de secuestros, el crecimiento del turismo y las inversiones, el cine, la literatura, la innovación urbana en Medellín y Bogotá… Todo formaba parte de un esfuerzo por reconstruir el daño reputacional de una nación marcada por el conflicto.
Y sin embargo, en apenas un segundo, el país volvió a asomarse al abismo. No solo por la gravedad del atentado, sino por lo que representa: la posibilidad de que, aún hoy, la política pueda costar la vida.
Un apellido cargado de historia
La figura de Miguel Uribe Turbay no puede entenderse sin su historia personal. Nieto del expresidente Julio César Turbay Ayala, es también hijo de la periodista Diana Turbay, secuestrada por el cartel de Medellín liderada por Pablo Escobar y fallecida en un operativo de rescate en 1991.
“Podría haber crecido con odio, pero elegí el perdón”, declaró alguna vez. A los cinco años, perdió a su madre por un disparo. Treinta y cuatro años después, él mismo está entre la vida y la muerte por otro disparo.
La imagen tiene fuerza narrativa, pero también política. Uribe representa una generación que ha crecido entre las ruinas de la violencia y ha intentado entrar en el debate público con nuevas formas. Con una agenda conservadora, pero joven. Crítico del gobierno actual, especialmente del presidente Gustavo Petro, había hecho de la oposición institucional una de sus banderas.
Y sin embargo, este episodio lo devuelve a la herencia más oscura de la política nacional: la violencia como herramienta, el miedo como estrategia, el caos como lenguaje.
Un país conmocionado… y dividido
Las reacciones no se hicieron esperar. Desde la derecha hasta la izquierda, todos los partidos políticos condenaron el atentado. Lo mismo hicieron organismos internacionales, figuras públicas y ciudadanos de a pie. Las calles de Bogotá se llenaron de marchas espontáneas con banderas, velas y mensajes de solidaridad.
Pero más allá de la unidad inicial, el atentado también profundizó las fisuras existentes. Algunas voces señalaron directamente al presidente Petro por su retórica enconada hacia la oposición. Otros rechazaron las insinuaciones y exigieron no politizar una tragedia.
El propio presidente compareció horas después, tras un consejo de seguridad. Habló de unidad nacional, pero desvió la atención con referencias que desconcertaron: mencionó el origen árabe de Uribe, se dirigió brevemente en dicho idioma, aludió a «Cien años de soledad» y lanzó críticas contra quienes, según él, estaban instrumentalizando el hecho, a quienes llamó “truhanes”. La ambigüedad y dispersión de su mensaje fue duramente cuestionada por distintos sectores, al considerar que se apartó del objetivo central: la gravedad del atentado contra un precandidato presidencial.
El alcalde de Bogotá, Carlos Fernando Galán, fue más claro: pidió dejar atrás “los discursos de odio” y recordó que las palabras de quienes gobiernan también pueden ser un disparador de violencia. Su intervención fue aplaudida por su tono institucional.
La reputación de Colombia, otra víctima
Durante años, Colombia ha invertido recursos y capital político en cambiar su imagen ante el mundo. Ha promovido el turismo, la economía naranja, las startups, la gastronomía, el arte urbano.
Ha firmado acuerdos de paz, acogido cumbres internacionales, apostado por una narrativa de reinvención. Todo eso se tambalea con noticias como esta.
Las imágenes de un político abatido por disparos, los videos del caos en el parque, la detención de un menor de edad como presunto autor material… todo alimenta una percepción exterior que Colombia ha intentado desterrar: la de un país donde la violencia aún tiene espacio en la esfera pública.
Giorgia Meloni, primera ministra de Italia, expresó su “solidaridad con la familia Uribe” y su “condena a este grave atentado contra la democracia”. El presidente de Ecuador, Daniel Noboa, también envió un mensaje de apoyo.
Pero más allá de los gestos diplomáticos, el impacto reputacional ya está hecho. Y será difícil de revertir si los próximos pasos no están a la altura de la gravedad del momento.
La figura del menor sicario y la herida estructural
El presunto atacante tiene 15 años. Fue detenido con una pistola Glock tras ser herido por agentes de seguridad. Según las autoridades, manifestó haber recibido una suma de dinero y solicitó acceso a los números de sus contactos.
La Fiscalía ha realizado allanamientos en viviendas vinculadas a su entorno familiar y mantiene abiertas las investigaciones.
Más allá del hecho puntual, el caso ha puesto en agenda pública una serie de interrogantes sobre la participación de menores en hechos violentos, los factores de vulnerabilidad asociados y los mecanismos de captación existentes.
Instituciones, expertos y organizaciones sociales han señalado la importancia de fortalecer las políticas de prevención, el acceso a oportunidades y la protección de la infancia como parte de una respuesta integral que contribuya a mitigar este tipo de fenómenos.
¿Qué está en juego ahora?
Colombia se encuentra a un año de las elecciones presidenciales. En el panorama político se anticipan campañas intensas, debates complejos y un escenario de alta polarización. El reciente atentado ha incrementado la percepción de fragilidad institucional y ha reactivado las discusiones sobre los niveles de seguridad en la contienda electoral.
El Gobierno ha anunciado medidas para reforzar la protección de los candidatos. Sin embargo, distintos sectores han planteado que el desafío no se limita a medidas físicas, sino que también incluye la necesidad de un entorno político que garantice condiciones mínimas de respeto y estabilidad democrática.
La reputación digital de Colombia a podría verse influida no sólo por la evolución del estado de salud de Miguel Uribe, sino también por la forma en que el país gestione el contexto político posterior al atentado. La capacidad institucional para responder con firmeza, legalidad y cohesión será clave en la percepción externa e interna del país
¿Y el presidente?
Gustavo Petro llegó al poder como el primer mandatario de izquierda en la historia de Colombia. Con una trayectoria marcada por su pasado guerrillero, su activismo social y su retórica desafiante, ha buscado reconfigurar el papel del Estado.
Pero el liderazgo también exige contención. El presidente ha sido criticado por un lenguaje excesivamente beligerante, por acusaciones a la oposición y por discursos que tensan el tejido político.
Este atentado le plantea una oportunidad: reafirmar su compromiso con la democracia más allá de las diferencias ideológicas.
Porque si la reputación de Colombia está en juego, también lo está la suya como jefe de Estado.
¿Un antes y un después?
Miguel Uribe sigue hospitalizado. Su familia ha pedido respeto, silencio y oración. Colombia, mientras tanto, se enfrenta a sí misma. A su historia. A su presente. A la idea de lo que quiere –o no quiere– volver a ser.
Este atentado puede quedar como una tragedia más, diluida con el paso del tiempo. O puede ser un punto de inflexión real. No solo para garantizar seguridad electoral, sino para redefinir el clima político, el tono del debate y la percepción del país ante el mundo.
Todo dependerá de las decisiones que se tomen. Y de las que no.
¿Puede Colombia cuidar su democracia sin perder su imagen?
No se trata solo de proteger a los candidatos. Se trata de proteger la idea de que la política es posible sin violencia. Se trata de cuidar una reputación que ha costado años recuperar. Se trata, en definitiva, de decidir qué país quiere mostrarle al mundo: uno que aprendió del pasado o uno que lo repite.
🧠 ¿Y tú qué opinas?
¿Este atentado es un hecho aislado o una señal de advertencia?
¿Está haciendo el Gobierno lo necesario para proteger la democracia?
¿Puede Colombia reconstruir su imagen tras este golpe?
Te leemos en los comentarios.